El artista visionario Carlito Dalceggio inaugura una nueva obra monumental en Sabina Ibiza mientras que Maya Boyd explora cómo el respeto por el arte y sus creadores son el centro de la filosofía estética y espiritual de la finca.
Cuando el sol se oculta tras los acantilados de Cala Tarida y el aire se vuelve ámbar, en Sabina Ibiza reina una quietud casi sagrada. Es aquí, en una serpenteante escalera blanca en el corazón del Clubhouse de la finca, donde ha surgido un nuevo mural, un gran portal mítico que brilla con simbolismo y energía talismánica. Inaugurado el mes pasado, El Camino a Eleusis es creación del artista nómada Carlito Dalceggio en colaboración con el reconocido artista neoyorquino Oliver Allaux. Esta monumental obra se inspira en los misterios eleusinos de la antigua Grecia, esos ritos secretos de iniciación celebrados en honor a las diosas Deméter y Perséfone. La pieza habla de la naturaleza cíclica de la vida, de la luz y la oscuridad, del descenso y el retorno, de la transformación a través del sonido del silencio. Remolinos de celadón y oro envuelven figuras arquetípicas: el buscador, la sacerdotisa, la semilla que espera la primavera, el iniciado en su viaje hacia la trascendencia psicodélica. “El mural”, reflexiona Dalceggio, “no es una imagen, sino un espejo: un lugar para que la gente se encuentre consigo misma”. El artista Dalceggio no pinta para la vista, sino para el alma, tratando de trascender las jaulas metafísicas impuestas tanto por la sociedad como por la mente. Según dice: “No creo en las fronteras. Soy un hijo del cosmos. Creo que la paz volverá a la Tierra cuando las únicas fronteras que conozcamos sean las del alma”.
La ensayista estadounidense Anaïs Nin escribió en una ocasión que “el arte es el método de levitación para separarse de la esclavitud de la tierra”. Tal vez sea ésta la esencia de Sabina: no sólo un lugar para habitar, sino para despertar. Fundada con la convicción de que el arte no sólo habla de decoración, sino de devoción, Sabina es la primera villa privada de Ibiza diseñada con este propósito, y un audaz experimento de comunidad y conciencia, diseñado por algunos de los mejores arquitectos del planeta, entre ellos John Pawson, David Chipperfield y el propio Rolf Blakstad de Ibiza. Para su cofundador, Anton Bilton, la intención era recrear “esa abrumadora presencia del Otro, una especie de recuerdo despierto de un ideal platónico, un sueño olvidado, una verdad, un lugar del que venimos y al que algún día volveremos”. Comisariada por la consultora de arte Elizabeth Smith, de SmithVaitiare, con sede en Ibiza, la colección de la finca se ha convertido en algo más parecido a un templo viviente que a una exposición al uso. “Queríamos que cada pieza se sintiera como una ofrenda, no sólo bella, sino significativa”, dice Smith. “Cada pieza se eligió para representar un elemento espiritual, obras de arte que sostienen el espacio, que invitan a la gente a sentir y reflexionar y recordar quiénes son más allá del ruido”.
Sin duda el arte es aquí intencionado. En la serena quietud del Clubhouse, el Ritual Shroud de la artista chilena Catalina Swinburn es una capa esculpida a partir de miles de diminutos pliegues de origami arrancados de una primera edición desmontada del aclamado clásico espiritual de Paramahansa Yogananda, Autobiografía de un yogui. Al fondo de la piscina del Clubhouse, un Buda de bronce de tres metros de altura, obra del británico Sukhi Barber, compuesto por 1.000 meditadores entrelazados. El spa y el templo están adornados con la obra de Joaquín Vila, un artista español cuyas pinturas sobrenaturales representan la unión de la naturaleza a través de seres híbridos compuestos por humanos, plantas y animales. Al parecer, cada obra se elige para plantear más preguntas que respuestas. “Lo primero que nos preguntamos con cada obra es: ¿cómo cambia el espacio que habita? ¿Cómo cambia a las personas que viven en él?”, explica Smith.
En el Clubhouse, el corazón social y espiritual de la finca, es donde la colección revela toda su intención. No es una galería ni una sala de exposiciones, sino un lugar de encuentro de ideas, de lo no dicho y lo inefable, donde el arte es el lenguaje tácito. La intención, dice Smith, no es impresionar, sino evocar. “Nos interesa la conciencia, cómo el arte puede ser una especie de ceremonia y una forma de recordar”. Este ethos evoca el antiguo principio en el que se basan las culturas indígenas de todo el mundo: que el arte no es algo separado de la vida, sino una forma de verla con más claridad. En Sabina, esta creencia está profundamente arraigada. La arquitectura se inspira en la geometría sagrada; los jardines se plantan según los ciclos lunares; los rituales comunitarios, desde las cenas del solsticio hasta los paseos silenciosos, se enmarcan en el arte vivo.
La belleza aquí es innegable: en los olivos plateados por la sal, en el susurro de la lavanda marina en la brisa, en el lento ritual de la luz que se mueve a través del mural viviente de Dalceggio. Pero el verdadero encanto de Sabina reside bajo la superficie, en la arquitectura invisible de la intención. Es un lugar construido no sólo con piedra caliza y madera, sino con historias, símbolos y alma.
Mientras anochece y el mural resplandece con tonos de azul sobrenatural, la luz de Allaux baila sobre la pared curva, iluminando estrellas doradas, alas desplegadas y mujeres que ascienden desde las sombras. Y es aquí, en esta alquimia silenciosa de pintura e iluminación, donde se revela la verdad: no es simplemente arte sobre las paredes, es arte como umbral, como invocación. Arte como un rito sagrado del recuerdo que nos devuelve al antiguo saber interior.
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